Relato 8:
Aquella misma noche lo perdió todo. Ella, que había sido siempre tan correcta, tan honesta, había jugado y perdido sin siquiera darse cuenta, aunque cualquier mujer joven y atractiva como ella habría probablemente caído en la misma trampa.
No sabía ni cómo ni cuándo había empezado todo, pero sabía que, sin Jaime, habría enloquecido. Porque llevaba años soportando la amargura de su marido Carlos, desde que se había quedado ciego. El accidente había trastornado por completo la vida de aquella parejita feliz, y lo había convertido a él en un monstruo de carácter irascible. Carlos odiaba depender de ella y se vengaba de su mala suerte con un mal genio permanente y arrebatos de furia espectaculares, de gritos e insultos, que recaían todos en Mirta, dejándole vacía y triste. De modo que había terminado consolándose en brazos de Jaime, quien la había salvado de la depresión.
Lo que más le dolía eran las continuas e injustas quejas de Carlos, pues ella se desvivía por atenderle día y noche: se levantaba temprano para prepararle el desayuno y la comida para que él solo tuviese que hacer lo mínimo. Luego lo ayudaba a bañarse, a afeitarse, y le dejaba lista y al alcance la ropa del día. Finalmente se iba al trabajo donde solo se permitía unos minutos de pausa para comer algo rápidamente, y regresaba a casa después de hacer la compra, para lavar o limpiar lo que fuese necesario, o para atender a los pocos visitantes que aún se atrevían a pasar por casa. Entre ellos, su vecino Jaime, por supuesto.
Según la hora, Jaime solía llegar con algo para picar de aperitivo, o algún postre para acompañar el café después de la cena. Mirta lo recibía en la puerta con una gran sonrisa —invisible para Carlos— y Jaime pasaba inmediatamente al salón, para saludarle a Carlos, quien siempre estaba instalado en el mismo sillón, con su cara de ogro consagrado. Luego se dirigía a la cocina para «echarle una mano» a Mirta. O, mejor dicho, para pasarle la mano por la cintura, acariciarle el rostro, abrazarla con fuerza y besarla apasionadamente.
Aquella tarde, después del consabido ritual en la cocina, la parejita clandestina regresó al salón con el café humeante y la perfumada torta que había traído Jaime. Dejaron todo en la mesilla y se acomodaron frente a Carlos, en el sofá de siempre, entre cómodos cojines que resultaban idóneos para camuflar sus furtivas caricias. Al principio les había dado mucho corte, y solo se tocaban a escondidas, nunca en presencia de Carlos, pero con el tiempo se fueron soltando. Total: «Ojos que no ven...», se decían.
Bebieron café, comieron torta, y charlaron animadamente comentando las inundaciones y demás desastres que habían provocado las intensas lluvias esa semana. Carlos, quien como de costumbre solo había contribuido a la conversación con monosílabos, resoplidos o gruñidos, anunció al cabo de un rato que estaba cansado, indicándole así a Jaime, sin delicadeza ninguna, que había llegado la hora de marcharse. Habían dado las once de la noche.
—Por supuesto, ya me voy —dijo Jaime, levantándose.
Mirta se encaminó hacia la puerta. Jaime se acercó al sillón de Carlos y tomó su mano entre las suyas, para despedirse, como solía hacer siempre. Sin embargo, Carlos le apretó la mano casi hasta hacerle daño, y tardó en soltársela. Sus ojos inexpresivos no transmitían ninguna emoción.
—Hasta luego, Carlos —dijo Jaime, algo extrañado.
—Adiós, Jaime.
Jaime se dirigió hacia la puerta.
—Espera, Jaime.
Jaime se dio la vuelta. Señalando la esquina del salón donde se encontraba el paragüero, Carlos prosiguió:
—No olvides llevarte tu paraguas, te hará falta. Y de paso, llévate también a mi mujer, y sus dos maletas que la esperan al lado de la puerta. No os quiero volver a ver nunca más.
Al oír estas palabras, Mirta quedó cual estatua petrificada por Medusa. Efectivamente, allí estaban las maletas. Como un rayo, todos sus años de matrimonio desfilaron ante sus ojos, los momentos pasados en brazos de Jaime pasaron aceleradamente por su mente. De repente, rompió a llorar, pues si aquella noche lo había perdido todo, era evidente que la decencia ya la había perdido hacía meses.