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    (Si el relato es el tuyo pon una estrella, que ya te la quitaré yo :-))
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  • Relato 1:

    Aquella misma noche lo perdió todo. No fue una noche especial, ni tenía planes diferentes a cualquier otro jueves. Se puso su pijama de siempre, calentó un poco de leche y se sentó frente al televisor. Pero mientras cambiaba de canal sin prestar atención a nada en particular, sonó el teléfono.
       —¿Sí? —contestó, algo extrañado, porque nadie solía llamarle a esas horas.
       —Señor Martínez, habla la policía. Lo sentimos mucho, pero... su casa ha sido destruida por un incendio. No ha habido heridos, pero no se ha podido salvar nada.
       Él se quedó en silencio. No entendía. ¿Cómo que su casa? ¡Si estaba en su casa! Pero entonces miró alrededor. No, no era su casa. Estaba en el pequeño apartamento de su hermana, donde se quedaba temporalmente por unas obras. Lo había olvidado por completo, en esa rutina que ya le parecía normal.
       Se puso los zapatos torpemente y bajó corriendo. Cogió un taxi y fue hasta su barrio. Desde lejos ya vio las luces rojas de los camiones y el humo que aún salía. Allí estaba su casa, o más bien lo que quedaba. Las llamas habían arrasado con los recuerdos, los muebles viejos, las fotos de sus padres, las cartas de su exesposa que no había querido tirar nunca…
       —¿Cómo pasó? —preguntó a un bombero.
       —Parece que fue un cortocircuito —respondió el hombre, con voz seria pero amable.
       Él asintió, pero no dijo nada más. Caminó por la acera sin saber adónde ir. No tenía mucho dinero, ni trabajo fijo desde hacía meses. Lo poco que tenía estaba en esa casa. Y ahora… ahora ya no estaba.
       No lloró, aunque pensó que quizá debería. Pero no salía ninguna lágrima. Solo un vacío raro, como si le hubieran quitado una parte de sí mismo. Se sentó en un banco y miró al cielo. No había estrellas, solo humo. Y frío.
       Y entonces pensó que no solo había perdido cosas materiales. Aquella misma noche lo perdió todo: la seguridad, los recuerdos, el pasado. Pero también, quizás, podía empezar algo nuevo. No sabía cómo ni cuándo. Pero en ese momento, mientras el sol empezaba a salir, pensó que seguir adelante era lo único que podía hacer.

  • Relato 2:

    Aquella misma noche lo perdió todo: sus amigos, su familia, su dinero… pero, sobre todo, perdió algo que no poseía: una vida. Nadie sabía con exactitud por qué lo hizo, pero algunos ya le habían sugerido que buscara ayuda profesional desde hacía un tiempo. Sea como fuere, comprender el motivo se volvió información crucial para la investigación. En la memoria caché de su teléfono había indicios de visualizaciones de vídeos de TikTok donde empresaurios adquirían el alma de los casi-adultos ofreciéndoles criptomonedas para desayunar. Esos vídeos donde hombres bien vestidos y de buena presencia —según los criterios del capital— asistían a casi-adultos a iniciar un camino hacia la autodestrucción a cambio de dinero. Vendedores de humo y criptobros que condensaban todas las estafas piramidales existentes de la historia en un cursillo ultramágico que prometía volverte rico en dos meses empezando desde cero.
       La educación público-privada no ayudó, ya que conformó una especie de élite irrelevante donde solo aquellos que nacían con poderes mágicos de generación de dinero, más conocidos como hijos de multimillonarios, lograban transformar dinero en más dinero. Los casi-adultos sin recursos o, según el neoliberalismo, hijos de la clase media, no podían resistir la tentación de caer en estas trampas. Y de los casi-adultos pobres o, según el neoliberalismo, hijos de los obreros, ya ni hablar. Y es que cuando la manipulación se multiplica por la innecesaria necesidad de hacer creer a los humanos que tener éxito en la vida consiste en acumular dinero en exceso, la sociedad se fragmenta. Y mientras la gente de bien invierte en búnkeres antinucleares financiados con el dinero de los casi-adultos, la generación más fuerte de la historia, la de nuestros padres, nunca cae en este tipo de engaños. Ellos jamás creen que Brad Pitt les está contactando porque quedó atrapado en un aeropuerto de Afganistán. Ellos nunca preguntan a sus hijos si ese video generado por IA donde Trump y Putin se besan es falso. Porque los casi-adultos ahora se quejan de todo, porque son de cristal. Nada tiene que ver que el mundo que les han dejado sea lo más siniestro de la era del capitalismo. Los casi-adultos no han vivido nada traumático como nuestros padres. No han pasado por un confinamiento siendo preadolescentes, no saben lo que es estar al borde de una tercera guerra mundial, no saben lo que es asumir que nunca van a poder comprarse una casa, ni siquiera comprenden lo que es protestar para que los políticos tomen conciencia del cambio climático y que les respondan con porrazos y balas de goma. Qué va. Los casi-adultos son una mierda. Nada de lo que les pasa es poco.
       Elmer invirtió todo su dinero en una nueva criptomoneda. Cuando se dio cuenta de que lo había perdido todo, accedió a los ahorros de sus padres y los invirtió. Días antes del desastre, descubrió que también había perdido el dinero de sus padres. Así que, para intentar recuperarlo, apostó las escrituras de la casa en una sospechosa página de apuestas en línea. Aquella misma noche, lo perdió todo. Elmer no pudo soportar el impacto que el capitalismo tardío estaba ejerciendo sobre él. Era demasiada ansiedad, demasiada incertidumbre. Un mercado que solo respondía a las necesidades de los más poderosos no podía ser justo con los más vulnerables. Elmer comprendió que el sistema fallaba a quienes más lo necesitaban. Pero para entonces, ya era demasiado tarde. El efecto de las pastillas lo dejó salivando mientras yacía en el suelo. Justo antes de morir, logró esbozar una pequeña sonrisa al darse cuenta de que, si todos hubiéramos hecho algo juntos, como sociedad, y no de forma individual, quizás, solo quizás, viviríamos en un mundo mejor.
       La conclusión de la investigación fue clara: suicidio por capital.

  • Relato 3:

    Aquella misma noche lo perdió todo. Todo menos su impunidad. Lo supe como si fuese el presagio de una nueva aventura imaginativa. No le conté a mi hermano de esta sensación que era de una abstracción bastante compleja para un chico de seis años.
       Solíamos jugar a ser héroes que acechaban monstruos por el pinar. Las llanuras se inundaban por las lluvias invernales brindando un nuevo mundo en donde atravesar océanos. En verano se secaban los pastos. Despertaban los leones y las hienas. En estos juegos, inspiración para varias novelas que se llevó el viento, eran nuestros cinco perros los compañeros más fieles, y los del vecino de enfrente, nuestros enemigos.
       Era por esa época que yo aseguraba ser el hijo de la Pachamama. Podía crecer pinos en las tierras menos fértiles, dividir montes y sacudir cerros. Fue quizás por eso que sentí esa conexión con Madre Naturaleza, una especie de punzada que me hinchó las venas al enterarme de la horrible noticia.
       Dolor. Venganza.
       Luego, la certeza de una venganza que no se haría esperar.
       Calma.
       A mi hermano lo intenté tranquilizar. Él lloraba. No había escuchado esa voz que le dictaba las leyes del campo.
       Mora era su perra favorita. Una hermosa callejera de áspera blancura. Una mancha negra pirata le rodeaba el ojo y ella de las hembras era la más fuerte.
       Los perros a veces solían desaparecer durante un tiempo. Nos preocupábamos un poco pero siempre acostumbrados al eterno regreso. Al fin y al cabo ellos también necesitaban de sus propias aventuras. Cuando los machos desaparecen es porque hay una hembra en celo, nos contaba mamá. Una guerra troyana canina, le traducía yo a mi hermano. Él no entendía ninguna de las dos explicaciones. De todas formas sonreía, aliviado con la existencia de una aclaración.
       Cuando las perras se iban, era para perseguir ovejas.
       El viejo de los tajamares tenía ovejas y caballos. Era un viejo cuyo nombre no recuerdo, y cuyo rostro nunca vi, pero sé perfecto quién era.
       En una de esas conversaciones adultas acompañadas de una copa de vino, bajo el techo de quincho y una lámpara anaranjada rodeada de polillas, escuché a mi madre comentar que era un exmilico. El viejo tenía un arma.
       Mora hacia dos semanas que había desaparecido.
       Mi padre nos sentó en el sillón al lado de la estufa. Nos preguntó si queríamos té. Nos dio una galleta de avena con mermelada. Entonces se sentó también y nos contó que el casero había encontrado en el campo del viejo a Mora muerta con un disparo en el ojo, la mancha negra, ahora agujero.
        Unos días más tarde empecé a cabalgar. Mi padre había cerrado un pacto con los vecinos de enfrente. Tenían varios caballos y una cabra medio loca. Los caballos podían pastar en nuestro terreno a cambio de clases de montar.
       Hijo de la Pachamama. Cada domingo yo cruzaba la calle que dividía nuestros campos y aprendía la disciplina del gaucho. El caballo percibe lo que uno siente. Entre resoplidos y relinchos ellos se comunican.
       Un domingo húmedo estaba yo bastante cansado. Dejé que la yegua me guiara. Con la palma abierta de la mano le acariciaba la crin y fijé los ojos en los trebolares y los teros que habían dejado de gritar. Mañana no habría lluvia. La yegua me llevó hasta una cerca de alambre y se detuvo. Del otro lado había un tajamar que respiraba levantando vapores ante los primeros calorcitos de la primavera. Fue entonces que apareció del otro lado de la cerca un caballo negro. Los rayos de sol resbalaban en su cabellera. Se miraron. Resoplaron. Sentí un poco de miedo ante la vivencia de un ritual tan ajeno a mi humanidad.
       Cuando me despedí de mi yegua ese domingo, me pareció que me guiñaba un ojo. Por las dudas le devolví el guiño.
       En una de esas conversaciones adultas acompañadas de una copa de vino, bajo el techo de quincho y una lámpara anaranjada rodeada de polillas, escuché a mi madre comentar que era un exmilico. Había muerto ayer, luego de una semana en el hospital. Uno de sus caballos le había proporcionado una patada en la frente.

  • Relato 4:

    Aquella misma noche lo perdió todo, a pesar de las advertencias de sus amigas, Esperanza y Milagros, quienes llevaban toda la tarde citándole el refranero español de manera incansable con intención de persuadirla para abandonar el casino.
       —Marisa, quien mucho abarca, poco aprieta —decía Esperanza mientras veía cómo Marisa abría el monedero de nuevo; pero como esta no tenía ni la menor idea de lo que aquello significaba, continuaba con su tarea y procedía a invertir una generosa suma en cartones.
       —Eso, eso. Y más vale bingo en mano que ciento volando. Además, deberíamos irnos ya porque están volviendo a poner «Rubí» en Nova y nos lo vamos a perder —añadió Milagros medio levantándose para irse.
       Marisa agarró el brazo de Milagros para volver a sentarla en la silla mientras asentía sin escucharlas y procedía a extender por la mesa un número considerable de cartones. Lo cierto es que era capaz de escanearlos con la mirada de una forma que cualquier inteligencia artificial envidiaría.
       —¡El trece! —vociferó el locutor.
       Pam, Pam, Pam. Marisa tenía el rotulador cargado y marcaba los cartones con gran habilidad. Estaba extremadamente concentrada, nada podía perturbarla. Tenía los ojos inyectados en sangre, resoplaba y sudaba con cada número que le rozaba.
       —¡Línea! ¡Línea! ¡Línea! —gritó de pronto Marisa.
       —Han cantado línea —repetía el locutor—. Comprobamos y seguimos para bingo.
       —¡Mozo! ¡Tráeme un cubalibre, que la noche es joven! —gritó Marisa emocionada.
       Milagros y Esperanza se miraban espantadas. No sabían exactamente cuánto tiempo llevaban allí, pues el casino no tenía ventanas ni relojes, pero estaban seguras de que aún ni habían hecho la digestión de la comida. Los números seguían saliendo y Marisa seguía golpeando el rotulador con violencia contra los cartones hasta que cantó bingo por quinta vez consecutiva.
       —¡Tongo! ¡Tongo! —gritaba un señor con bigote desde la mesa de al lado, animando al resto de la sala a gritar con él.
       —¡Qué tongo, ni qué tonga! ¡Cállese, señoro! —dijo Marisa emocionada.
       El locutor comprobó y confirmó el bingo de Marisa y esta le hizo una peineta al señor del bigote. Sus amigas jamás la habían visto así, pero con la gala de Eurovisión de fondo a todo trapo y ya cinco bingos a sus espaldas, Marisa se sentía valiente, poderosa e imparable.
       —¡Niño, tráeme veinticinco cartones! —gritaba Marisa al trabajador de la sala agitando el monedero.
       —¿Pero tú te crees que tienes el monedero de Mary Poppins? —decía Milagros—. Eres una inconsciente Marisa, gastarte la pensión así…
       —¡Qué estoy en racha, Mila!
       —Marisa, ¡en el arca del avariento, el diablo yace dentro! —añadía Esperanza.
       —¡Que no es avaricia, Espe! ¡Si yo comparto mis cartones! ¡Compartir es vivir! Para llamarte Esperanza tienes muy poca fe…—decía Marisa eufórica mientras repartía los cartones entre sus amigas.
       Pero esta vez ninguno de los cartones en esa mesa tuvo premio. Tampoco la siguiente. Ni la que vino después, que le tocó al señor del bigote y no tuvo ningún reparo en recochinearse en la cara de Marisa.
       —Marisa, por favor, haznos caso y déjalo ya. No me apellido Gracia, pero veo tu futuro muy negro —decía Esperanza.
       Marisa rebuscó en su cartera y sacó el último billete de cinco euros que le quedaba. Lo besó y se lo dio al trabajador de sala, que le dio un último cartón y la vuelta.
       —Solo una más.
       Las amigas se miraron y suspiraron, resignándose a participar en una partida más. Marisa no volvió a cantar bingo y miró los tres euros que le quedaban en la cartera.
       —¿Los echamos en la tragaperras? Un euro para cada una —dijo Marisa.
       Milagros le echó una mirada fulminante y Esperanza le puso la chaqueta sobre los hombros a modo de camisa de fuerza.
       —¡Era broma hombre! Venga, vámonos a ver las maldades de Rubí.
       —¡A buenas horas, guapa! —aclaró Milagros.
       —Oye Marisa, ¿qué hubieras hecho con tanto dinero? —preguntó Esperanza.
       —Pues no lo sé. Aunque ahora ya no tengo que preocuparme por eso.
       Las tres rieron tan fuerte que a Marisa se le salió volando la dentadura. Aquella misma noche había perdido todo, o casi todo.

  • Relato 5:

    Aquella misma noche lo perdió todo. La llamada le despertó a las 2:47 a.m.
       —¿Señor Álvarez? Soy el agente de policía de Distrito Sur. Lamentamos informarle de que su casa... su casa está en llamas. Necesitamos que venga de inmediato.
       Tras escuchar esas palabras, un intenso zumbido se apoderó de sus oídos, como si estuviera zambullido en el fondo del mar. Daniel colgó sin mediar palabra y se apresuró a vestirse. No recordaba cómo había llegado al hotel; la cena de empresa se le fue de las manos, una vez más. La botella de whisky en el suelo y el olor a ceniza en su camiseta no ayudaban.
       Tomó un taxi y se presentó delante de su casa una hora después. Con el corazón en un puño y aún sin aliento y un fuerte dolor de cabeza, contemplaba atónito cómo el barrio entero estaba iluminado por luces azules y naranjas. Su casa era un esqueleto de madera humeante. Los bomberos caminaban entre los restos como fantasmas.
       —¿Dónde está mi esposa? ¿Y Marcos? ¿Dónde está mi hijo?
       Un oficial se acercó. Tenía el rostro tenso, casi compasivo.
       —No había nadie dentro cuando llegamos. Pero encontramos esto junto a su cochera.
       Era el peluche de Marcos. Un conejo gris con una oreja descosida. Daniel lo sostuvo como si fuera un artefacto explosivo. No podía pensar. Sentía la cabeza envuelta en niebla.
       Horas después, en la comisaría, lo sentaron frente a una pantalla.
       —Estas son las imágenes de la cámara de seguridad del supermercado de su calle —dijo un agente—. Mire.
       Daniel observó. Era cerca de la medianoche. Se vio a sí mismo caminando por la acera con el niño en brazos. El peluche colgaba de una mano.
       —Eso no puede ser —murmuró—. No estuve en casa ayer. Estaba en Madrid cerrando un importante trato y... No recuerdo...
       La imagen era clara. Él, con la misma chaqueta que llevaba puesta. El mismo andar apresurado.
       —¿A dónde fue? —preguntó el otro agente—. Necesitamos que recuerde. Ya activamos una alerta AMBER. Cada minuto cuenta.
       —¿Me están acusando de algo? ¿Donde están mi hijo y mi esposa?
       —Daniel cerró los ojos y se frotaba el cabello. Buscó en su mente, en su memoria. Solo hallaba vacío y confusión. Solo un eco persistente: un grito. ¿El de Marcos? ¿El suyo?
       Lo detuvieron a la mañana siguiente, con el consentimiento de un juez. Medida preventiva. Sospechoso. Sin testigos. Sin rastro del niño. La mujer seguía ilocalizable.
       Pasaron los días. Las noticias lo pintaban como un padre desquiciado. En prisión preventiva, sin posibilidad de fianza. Psiquiatras fueron a verlo. Uno dijo que podía tener un trastorno disociativo. Otro habló de estrés postraumático. Todos escribían informes. Nadie le creía.
       Hasta que llegó la segunda grabación. Una cámara del hospital. En la imagen: Daniel, entrando por la puerta de urgencias del Hospital Virgen de la Salud con el niño dormido en brazos. Pero algo no encajaba. En los registros del hospital no consta ningún Marcos Álvarez ingresado.
       Una tercera cámara, en una gasolinera cercana, capta a la esposa de Daniel repostando sobre las 1:32 a.m. Había otro hombre dentro. Mismo rostro, misma chaqueta.
       Los agentes no supieron explicarlo.
       Dijeron que era una edición falsa, una broma pesada. Pero Daniel sabía que no lo era. No estaba loco. Y por primera vez, sintió algo más fuerte que el miedo: una aterradora certeza.
       Esa noche no fue él quien perdió a su familia.
       Sino otro.
       Uno que se le parecía demasiado.

  • Relato 6:

    Aquella misma noche lo perdió todo. Él sabe que va a morir. Y todos los que rodean la escena piensan lo mismo, mientras filman sin culpa.
       Las yemas de sus dedos acarician una capa gruesa, sólida, de betún destilado de petróleo y áridos: piedra, arena, gravilla. Todo eso componía la capa asfáltica donde el puto hombre estaba montando su espectáculo.
       —¡Aaah, el maldito sol me está derritiendo los ojos! —gritaba desesperado, mientras todos le observaban entrar a la ambulancia, en plena noche estrellada.
       Él pensaba que era de día, que el sol lo estaba quemando. No lo juzgo. Todos hubiéramos reaccionado igual después de recibir un disparo en la cabeza. Entiendo que esto pueda parecer una maldita locura… y lo es.
       —Aquí no pasó nada. Vuelvan a sus mesas, señoras y señores, que la comida se enfría —gritaba el camarero del restaurante, intentando que la gente que acababa de ver estallar parte de los sesos de aquel hombre, se sentara a seguir comiendo sus pulpos al ajillo, como si nada.
       Yo subí a la ambulancia porque esa noche estaba con él.
       Se suponía que iba a ser una noche perfecta: comer, beber, terminar en un motel del centro.
       Mi trabajo consistía en hacer sentir especiales a hombres como él: millonarios, sí, pero solos, sin caricias ni palabras de aliento.
       Y todos —digo bien— todos necesitan palabras de aliento.
       Por eso mi billetera estaba cada vez más gorda.
       Yo sabía lo que necesitaban, y simplemente se lo daba:
       —Tú puedes. Claro que lo vas a lograr. Estoy completamente segura de que lo vas a conseguir. Seguí así. Sos un gran hombre. A veces solo hay que dar el salto, y tú lo estás haciendo.
       Esas frases me las había aprendido de memoria. Se las repetía a todos mis clientes. Y en unos meses evolucionaban en sus carreras… y también se enamoraban de mí.
       Este aún respiraba, con pedazos de carne colgándole del rostro.
       Le tomé la mano y dije lo único que sabía decir:
       —Tú puedes. Lo vas a superar. Todo es cuestión de tiempo. Te vas a poner bien. No te preocupes.
       No podía mirarlo a la cara, porque la había perdido.
       No podía leer gestos de dolor: su cara era un rompecabezas.
       Y fue ahí, en medio de la sangre y la ambulancia, que sentí que esta podía ser mi oportunidad para tomarlo todo: las llaves del auto, de la casa… Sabía dónde estaban sus cosas valiosas. Podía ir allí, instalarme, cambiar mi suerte. Después de todo, llevo años diciéndole a la gente que puede lograr lo que quiere. ¿No se trata de eso? Una casa. Un auto. Yo podía tomarlo todo hoy mismo, sabiendo que él no tenía familia ni nadie que lo acompañara en este momento de mala muerte.
       Metí las manos en sus bolsillos buscando las llaves. Su pantalón estaba ajustado, pero logré sacarlas justo cuando el médico que estaba junto a nosotros me miró.
       —Todo va a estar bien —le dije al joven médico, que tenía esa cara de urgencia por salvarle la vida a alguien, como si fuera un dios que aún no aceptó que no lo es.
       —Hoy quizás se te muere un paciente —le dije, mirándolo a los ojos.
       —No te sientas culpable. La gente muere. Nosotros también nos iremos.
       Nos miramos. Vivos, por ahora.
       —¿Es tu marido?
       —No. Solo amantes.
       —¿Quién le disparó?
       —Bala perdida.
       Sentí que soltaba mi mano. No logró quedarse.
       Puse la suya sobre su pecho y la dejé ahí. No había pasado tanto tiempo. No tenía una gran afección por él. Pero lo despedí como se despide a un cuerpo que lo intentó… y que lo perdió todo.
       —¡Corte, corte, corte! ¡No puede ser que cada vez que hagamos esta toma se note como se infla y se desinfla tu maldita caja torácica! ¡Se supone que estás muerto! ¡No muevas el tórax! ¡Tiene que parecer real!…. ¡Por favor repitamos la toma una vez mas y las lágrimas, esas lágrimas deberían estar bien derramadas! ¡Que parezca real!
       —Una vez más, retomamos desde la bala que cae del cielo. Dios mío si seguimos a este ritmo no voy a ganar un puto Oscar. ¡Vamos, vamos! ¡Cámara!… ¡Acción!

  • Relato 7:

    Aquella misma noche lo perdió todo. No volvería a oler el aroma del café recién hecho al desperezarse por las mañanas. Las caricias temblorosas ya no le arrancarían suaves arrullos al posarse la mano gastada en su cabeza. Dejaría de apreciar el crujir de las hojas doradas de los árboles del jardín bajo el peso de su andar vacilante.
       Desde que se instaló con el viejo, un par de años antes del fatídico desenlace, no había vuelto a salir a la calle. Aquella casa era su guarida, un capullo cálido que la envolvía y le hacía olvidar las noches gélidas de sus vidas pasadas.
       Cuando se conocieron, ambos caminaban solitarios por las calles atestadas de gente del centro. Él, inmerso en la idea obsesiva de encontrar un libro descatalogado en alguna tienda de segunda mano. Ella, buscando un sitio al que llamar hogar tras la muerte de su madre. Se cruzaron en el callejón donde iba a buscar los excedentes del supermercado del barrio y ella se las ingenió para llamar su atención disimuladamente.
       El anciano la miró con la ternura de quien reconoce la soledad propia en la ajena y sucumbió a la tentación de invitarla a dormir en su sofá.
       Descubrió una vida tranquila de pequeños rituales que se sucedían ajenos a cualquier evento exterior. A las seis de la mañana, el viejo salía de la cama para preparar en su cafetera italiana el brebaje que consumiría a lo largo de la mañana. Preparaba el desayuno para los dos y la llamaba desde la cocina con voz ronca. Después de telefonear a su única hija para desearle un buen día, leía con avidez el periódico de la víspera que su vecino depositaba frente a la puerta de entrada antes de ir a trabajar. El resto de la jornada se repartía entre la lectura de viejos manuscritos y los cuidados que prodigaba de forma meticulosa a su colección de cactus.
       El tiempo transcurría en un bucle, sin sobresaltos, y lo cubría todo de una fina capa de cálida somnolencia. Eran raras las ocasiones en las que las puertas de la casa se abrían para recibir invitados. Con los años, él había perdido todos sus amigos y amantes a merced del ocaso. Ella, de naturaleza solitaria y un tanto arisca, disfrutaba con deleite la tranquilidad atronadora que se respiraba entre aquellas cuatro paredes.
       Un día, de madrugada, un mal presagio la despertó de forma violenta. Como impulsada por un resorte, subió las escaleras de dos en dos y se encontró al viejo tendido en el suelo del cuarto de baño. Yacía inmóvil con una mueca a la vez serena e inquietante.
       No respiraba.
       Pasaron los días, y el silencio se adueñó de cada una de las habitaciones de la casa.
       Volvía a estar sola. El desamparo por la muerte de su compañero dejó paso a una idea voraz que se apropió de sus entrañas como un presagio oscuro. Las tripas se le retorcían pensando en el último bocado que se había llevado a la boca. Apoyada en el quicio de la puerta del cuarto de baño, el siniestro pensamiento creció desmesuradamente hasta convertirse en un instinto incontrolable.
       Empezó por lamer las mejillas, y pronto se descubrió mordiendo con ansia el labio de su benefactor. El violento festín la sumía en un trance sangriento; la cara del viejo se había transformado en el lienzo de una glotonería felina que no sabía cómo parar.
       Estaba tan ensimismada saboreando los últimos trozos viscosos de los ojos de su benefactor que no escuchó los pasos que se acercaban por las viejas escaleras de madera.
       Un alarido histérico la sacudió. Cuando se dio la vuelta, sus ojos amarillos observaron la expresión de terror en la cara de la hija del viejo.
       —¡Papá, papáaaa! ¡Maldita gata callejera!
    La mujerona desquiciada intentó agarrarla por el pelaje negro de su lomo, pero ella se escabulló ágil escaleras abajo.
    Salió corriendo despavorida por la puerta principal para perderse en el bullicio de los callejones de la ciudad.

  • Relato 8:

    Aquella misma noche lo perdió todo. Ella, que había sido siempre tan correcta, tan honesta, había jugado y perdido sin siquiera darse cuenta, aunque cualquier mujer joven y atractiva como ella habría probablemente caído en la misma trampa.
       No sabía ni cómo ni cuándo había empezado todo, pero sabía que, sin Jaime, habría enloquecido. Porque llevaba años soportando la amargura de su marido Carlos, desde que se había quedado ciego. El accidente había trastornado por completo la vida de aquella parejita feliz, y lo había convertido a él en un monstruo de carácter irascible. Carlos odiaba depender de ella y se vengaba de su mala suerte con un mal genio permanente y arrebatos de furia espectaculares, de gritos e insultos, que recaían todos en Mirta, dejándole vacía y triste. De modo que había terminado consolándose en brazos de Jaime, quien la había salvado de la depresión.
       Lo que más le dolía eran las continuas e injustas quejas de Carlos, pues ella se desvivía por atenderle día y noche: se levantaba temprano para prepararle el desayuno y la comida para que él solo tuviese que hacer lo mínimo. Luego lo ayudaba a bañarse, a afeitarse, y le dejaba lista y al alcance la ropa del día. Finalmente se iba al trabajo donde solo se permitía unos minutos de pausa para comer algo rápidamente, y regresaba a casa después de hacer la compra, para lavar o limpiar lo que fuese necesario, o para atender a los pocos visitantes que aún se atrevían a pasar por casa. Entre ellos, su vecino Jaime, por supuesto.
       Según la hora, Jaime solía llegar con algo para picar de aperitivo, o algún postre para acompañar el café después de la cena. Mirta lo recibía en la puerta con una gran sonrisa —invisible para Carlos— y Jaime pasaba inmediatamente al salón, para saludarle a Carlos, quien siempre estaba instalado en el mismo sillón, con su cara de ogro consagrado. Luego se dirigía a la cocina para «echarle una mano» a Mirta. O, mejor dicho, para pasarle la mano por la cintura, acariciarle el rostro, abrazarla con fuerza y besarla apasionadamente.
       Aquella tarde, después del consabido ritual en la cocina, la parejita clandestina regresó al salón con el café humeante y la perfumada torta que había traído Jaime. Dejaron todo en la mesilla y se acomodaron frente a Carlos, en el sofá de siempre, entre cómodos cojines que resultaban idóneos para camuflar sus furtivas caricias. Al principio les había dado mucho corte, y solo se tocaban a escondidas, nunca en presencia de Carlos, pero con el tiempo se fueron soltando. Total: «Ojos que no ven...», se decían.
       Bebieron café, comieron torta, y charlaron animadamente comentando las inundaciones y demás desastres que habían provocado las intensas lluvias esa semana. Carlos, quien como de costumbre solo había contribuido a la conversación con monosílabos, resoplidos o gruñidos, anunció al cabo de un rato que estaba cansado, indicándole así a Jaime, sin delicadeza ninguna, que había llegado la hora de marcharse. Habían dado las once de la noche.
       —Por supuesto, ya me voy —dijo Jaime, levantándose.
       Mirta se encaminó hacia la puerta. Jaime se acercó al sillón de Carlos y tomó su mano entre las suyas, para despedirse, como solía hacer siempre. Sin embargo, Carlos le apretó la mano casi hasta hacerle daño, y tardó en soltársela. Sus ojos inexpresivos no transmitían ninguna emoción.
       —Hasta luego, Carlos —dijo Jaime, algo extrañado.
       —Adiós, Jaime.
       Jaime se dirigió hacia la puerta.
       —Espera, Jaime.
       Jaime se dio la vuelta. Señalando la esquina del salón donde se encontraba el paragüero, Carlos prosiguió:
       —No olvides llevarte tu paraguas, te hará falta. Y de paso, llévate también a mi mujer, y sus dos maletas que la esperan al lado de la puerta. No os quiero volver a ver nunca más.
       Al oír estas palabras, Mirta quedó cual estatua petrificada por Medusa. Efectivamente, allí estaban las maletas. Como un rayo, todos sus años de matrimonio desfilaron ante sus ojos, los momentos pasados en brazos de Jaime pasaron aceleradamente por su mente. De repente, rompió a llorar, pues si aquella noche lo había perdido todo, era evidente que la decencia ya la había perdido hacía meses.

  • Relato 9:

    Aquella misma noche lo perdió todo. Esa era, al menos la sensación que tenía, la de haberlo perdido todo, así, en una noche, en un rato. «Hala, ya está, ya está perdida». Ya no había de qué preocuparse; ni de la edad, ni de los comentarios, ni de las presiones… ¿Ya está? ¿Eso era todo? ¿Ya puedo estar tranquila? ¿Ya soy «normal»?
       Si tuviera que ponerle una nota a la experiencia, dudó en si pasaría del 5. Placer, lo que se dice placer, no puede considerarse que hubiera sentido. En realidad había sentido más excitación en los prolegómenos, y aun así, estuvo a menudo difuminada por la ansiedad de saber que enseguida habría que pasar a las cosas serias.
       ¿Sería distinto a partir de ahora? ¿Y cuándo sería la próxima vez? Porque a aquel chico no lo volvería a ver, de eso estaba segura. Ni él había mostrado especial interés por ella, más allá de verla como una presa de desahogo fácil, ni a ella podría decirse que le hubiera marcado su ternura, ni que la hubiera colmado de atenciones. De hecho ni siquiera pensó que hubiera estado especialmente delicado, a pesar de haber sido tan «pánfila», como ella misma se llamaba, de haberle confesado que era la primera vez. ¿Qué necesidad había de ser tan sincera? ¿Por qué pensó que eso le ayudaría? En realidad pensó más bien que le había abierto la puerta de par en par a una demostración de ridícula hombría, una especie de «déjate llevar que yo te voy a enseñar de qué va esto», que parecía desprenderse de cada uno de sus gestos, de sus torpes embestidas.
       «¿Hay algo en ti por encima de la cintura?», pensó ella por momentos. «¿Sabes al menos para que sirven unos labios? Los de arriba digo, los de la boca. ¿Sabes lo que es un beso, aparte de una llave maestra para abrir el cofre del tesoro?» —imaginaba que le decía, con media sonrisa en la cara, entre resignada y divertida, mientras caminaba de vuelta a casa.
       Aquella noche, ya en la cama, no se sintió especialmente distinta. ¿Se suponía que debía hacerlo? ¿Ya no tenía derecho a dormir con su gato tuerto de peluche? ¿Su cuerpo ya no era el mismo? ¿Qué iba a cambiar a partir de ahora? ¿Vería la vida con otros ojos?... En esas acabó durmiéndose. Mañana había que volver al instituto. Sus amigas sabían dónde había estado ese domingo por la noche, y esperarían novedades.
       Para Ester no había cambiado nada aquella noche. Como aprendió años más tarde, y como para tantas otras, aquella primera vez ni había puesto su vida patas arriba, ni le había hecho más mujer o menos niña de lo que se sentía hasta entonces, ni había cambiado su concepción del amor, que seguía siendo igual de abstracta y desconocida.
       Solo se arrepintió de una cosa: de haber sido tan ingenua de creer a sus amigas, y de sucumbir a la tiranía de las prisas. Sobre todo, porque no tardó en darse cuenta, por sus infantiles reacciones, de que todas habían mentido. Que al final, era ella, la más tímida, la menos popular, la «transparente» del grupo, la primera que se había «estrenado».

  • Relato 10:

    Aquella misma noche lo perdió todo, o al menos eso pensó, porque es lo primero que nos viene a la cabeza a la mayoría de las personas cuando nos vemos envueltos en una situación tan dramática. Lo primero que pensó fue en cómo les explicaría a sus hijos que acababa de denunciar a su padre, y en cómo se lo iban a tomar en la familia, porque aquello iba a ser un escándalo sin precedentes.
       Pero antes de nada, dejad que os explique quién era ella y cuál es su historia: se llamaba Beatriz, aunque todo el mundo (menos mi suegra) siempre la ha llamado Bea. Estudió Empresariales, aunque nunca llegó a ejercer la profesión, porque se casó en el verano siguiente a terminar la carrera y no, no estaba embarazada, lo hizo porque estaba muy enamorada y un poco también presionada por su familia, que decían que no podía dejar escapar a ese «partidazo» de hombre que era su marido.
       Sus amigas siempre le decían que era un poco precoz en todo; y precoces fueron también los abusos y malos tratos que empezó a recibir de su marido la misma noche de bodas. Ella no entendía nada, porque era cierto que Manuel y ella tampoco se conocían demasiado bien y eran apenas dos críos cuando decidieron dar aquel paso de casarse, pero hasta entonces nunca había dado señales de ser un maltratador (o ella no había sabido verlas).
       El nacimiento de los niños no apaciguó para nada a la fiera que llevaba Manuel dentro (y bien adentro, porque de puertas para afuera era un respetable juez y concejal de un conocido partido político al que la vida parecía sonreírle en todas sus facetas), pero nada más lejos de la realidad. Y lo que le resultaba más paradójico eran esas palizas que a veces le daba después de asistir a una concentración de apoyo a las mujeres maltratadas.
       Fue en una de esas concentraciones contra los malos tratos donde decidió que aquello tenía que terminar, por su propio bien y el de sus hijos, que ya empezaban a darse cuenta de algunas cosas. Así que se acercó a uno de los policías que había presentes en el acto y le preguntó si podía acompañarle a interponer una denuncia. Y así fue como empezó todo.
       Ahora está aquí sentada en una comisaría de barrio, contándole a un policía de pelo canoso su historia, a la vez que le muestra todas las cicatrices que pueblan su cuerpo, junto con los informes médicos falseados de los hospitales: caídas de bicicleta, tropiezos fortuitos en la calle… —«Es que mi mujer es muy torpe», solía burlarse Manuel.
       Y piensa en sus hijos, en dónde va a dormir esta noche, en qué va a pensar su familia, en cómo ha perdido todo… Pero también piensa que HOY SÍ QUE VA A SER EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE SU VIDA, y que todo va salir bien.

  • Relato 11:

    Aquella misma noche lo perdió todo: el trabajo de una vida, su casa, la cosecha... El viejo Máximo vio con sus propios ojos cómo todo se lo llevaba el agua, y aún no dejaba de llover. Por un milagro, unos jóvenes que pasaban lograron rescatarlo de lo que quedaba de su hogar. Todo se lo debía al gatito.
       El gatito se acurrucó entre sus brazos, su pelaje aún húmedo. Pero se sabía en manos amigas y ya respiraba acompasadamente. Aquella minúscula bola de pelos fue quien llamó la atención de los rescatistas, que entonces lo vieron a él y lo llevaron al refugio temporal. Nunca entendió por qué, pero el gatito se apegó a él y no lo dejó solo ni un momento, hasta que ambos fueron salvados.
       El año anterior, los avariciosos del Gobierno habían aprobado la construcción de una presa que cortó prácticamente todo el suministro de agua a tres poblaciones. Su exigua cosecha estaba en peligro, al borde de perderse por la sequía. Pero no contaban con la naturaleza… ni con la mano poderosa de Dios.
       Aquella noche llovió tanto que la presa reventó. Se quebró incapaz de contener tanta agua, y arrasó con las casas de los alrededores.
       Poco después de que terminaran la presa, su esposa había fallecido, y él no pudo hacer nada para aliviar ese dolor secreto que al final se la llevó. Aún extrañaba su voz y su comida. Por azares de la vida, Dios se había llevado mucho antes a su único hijo, víctima de una extraña enfermedad que ni médicos ni curanderos pudieron curar.
       Así que, poco antes de la inundación, al ver sus milpas semisecas, sedientas y amarillentas, Máximo se preguntaba dónde estaba Dios y por qué permitía tanto sufrimiento. Poco a poco sentía cómo su corazón se secaba también, allí, en su pecho.
       Se santiguó y se acurrucó con el gatito en un petate que le prestaron en el refugio, con una delgada cobija. Escuchaba el ronroneo del minino que, sin saberlo, le había salvado la vida.
       Pasaron los meses y el gato seguía con él. Lo llevó con la costurera, e incluso con el sacerdote, para ver si alguien mejor podía adoptarlo. Pero el gato, terco como él solo, siempre regresaba a su lado.
       Los habitantes del pueblo se las ingeniaron con la poca ayuda recibida tras la catástrofe, y empezaron a reconstruir sus casas. El río, aunque revuelto y turbulento desde que la presa reventó, poco a poco volvió a llenarse de peces. Las tierras reverdecieron, y pudieron sembrar algo de maíz para comer ese año. Una buena parte de sus terrenos aún estaba inundada, así que su trabajo era ligero, pero ayudaba a sus vecinos con sus cultivos.
       Jack —el gato salvador, como él lo llamaba— era independiente y extremadamente útil para cazar alimañas, sabandijas y ratas. De hecho, tenía el monopolio, porque era el único gato del pueblo. A menudo los vecinos se lo pedían prestado para ahuyentar mapaches, zorras y ratas. Pero siempre volvía como si nada, fiel a su viejo amigo Máximo.
       De repente, Jack empezó a engordar… como un balón. La costurera sugirió que el gato se había comido una lagartija, y recomendó darle una cucharada de aceite para que la vomitara. Pero Máximo no quiso; no quería causarle daño a su gato.
       Pasaron unas semanas más y, una noche, cosa rara, Jack se quedó en casa, mirándolo fijamente, como pidiendo perdón. Estaba rarísimo ese gato. Máximo lo dejó ser.
       Cerca de la medianoche lo sorprendió un chillido. Jack arañaba la cobija desesperadamente. Estaba dando a luz… ¡a cuatro gatitos!
       El viejo Máximo entró en cólera.
       —¿Pero cómo que no eras gato? —le reclamó a voz en cuello—. ¿Y de dónde sacaste pretendiente, tú? ¡Mira nomás! ¿Quién va a mantener tanto gato?
       Jack solo lo miró, seria.
       Un gatito pardo, uno blanco, uno negro y uno como su madre, atigrado. Máximo se quedó en silencio. Finalmente solo una carcajada.
       —Bueno… ya ni modo. Pero al menos tendré que cambiarte el nombre.
       Y así fue como Jaquelina —antes Jack— y sus cachorritos repoblaron de gatos el pueblo y le devolvieron al viejo Máximo las ganas de vivir… y de amar.

  • Relato 12:

    Aquella misma noche lo perdió todo. No le quedaba nada, solo los recuerdos, recuerdos de una vida mejor, con agua, comida, un lugar al que regresar, y una ilusión.
       Ahora estaba perdida. Ya no sabía a dónde dirigir sus pasos. Ella que siempre caminaba deprisa, ahora arrastraba los pies, intentando no darse cuenta de las veces que había pasado por ese mismo sitio.
       ¿Dónde estaban todos? ¿Dónde se habían ido? ¿Por qué huyeron tan rápido, tan desenfrenadamente? Y sobre todo, ¿a dónde?
       La guerra es una mala cosa, no espera a nadie, te mata y te detiene. Ahora solo quedaban calles desiertas. También los caminos se habían desdibujado. De todas formas, no sabría a dónde ir.
       Fuera de aquel sitio no conocía nada, nunca había estado en otro lugar. Su mundo era muy reducido, pero a sus quince años había conseguido enamorarse, acercarse profundamente a una persona, a Sebastián, y ahora no sabía dónde estaba, se habían ido todos y todo estaba abandonado. Slo le quedaba entretenerse con sus pensamientos y no desesperarse. Se acurrucó detrás de un muro hasta que amaneció.
       Al día siguiente todo era igual. Mucho silencio. Paseó por las calles de su barrio, su ciudad, y entró en la que habría sido la habitación de otra persona. Allí estaban sus cosas, cosas de alguien que había huido.
       El ambiente empezaba a resultarle un poco asfixiante; sentía que no respiraba bien.
       En el camino, Sebastián se preguntaba por María. Habían salido todos temprano, antes del amanecer.. Él iba con su familia, sus padres, sus hermanos, sus tíos… ¿Dónde estaba ella?
       Aunque era de su mismo barrio, el Perchel, barrio de pescadores, no conocía a sus padres, solo a ella, con su belleza mediterránea, morena, seca como un junco, dulce como el palodú. ¿Dónde estaba?
       Era muy peligroso quedarse, les habían dicho; los fusilarían a todos. Pero el peor infierno estaba por llegar, y su propio infierno acababa de comenzar. No podría avanzar si ella no venía. ¿Dónde estaba?
       Ahora María se entretenía mirándose en un espejo sucio, de ese cuarto vacío. Entonces pensó: ¿es esto lo que veía Sebastián en ella que le volvía loco? Y no lo entendía. Sus pechos apenas empezaban a formarse y sus caderas eran todavía las de una niña, pero su ojos expresaban miedo y dolor; esos no eran los ojos de una niña, eran los de una persona asustada.
       Sebastián sobrevivió y también algunos miembros de su familia, gracias a Anselmo, el farero de Torre del Mar, que no encendió su faro, impidiendo que los vieran y pudieran atacarlos.
       Pero nunca más volvió a ver a María. Y ese dolor profundo, ese recuerdo infinito, le acompañó siempre, de la mano de todo aquel sufrimiento, pérdida, amor, pies y labios hinchados, llantos y desesperación, madres que alzaban en brazos a sus hijos moribundos, para que un dios en forma de médico extranjero los salvara.
       En la carretera de Almería se quedaron muchas cosas. Su adolescencia pasó a ser un campo sin agua, un plato sin comida, un cuchillo sin punta; no servía para nada.
       Pero el dolor sí sirvió, sirvió para construir una casa sólida donde resguardarlos a todos, sirvió para acoger en ella a personas que llegaban desesperadas, cruzando otros mares.
       Y sirvió para no olvidar nunca el amor, la indefensión, los obstáculos, y la luz de aquel faro que no alumbró esa noche, pero alumbró muchas vidas.

  • Relato 13:

    Aquella misma noche lo perdió todo. La mañana siguiente se despertó con un pequeño infarto buscando el bolso por el suelo de la habitación intentando recordar cómo había llegado a casa. El bolso apareció, por fin, debajo de la cazadora de cuero que llevaba la noche anterior. Volcó el contenido en el suelo, pero no había ni rastro del móvil ni de la cartera, que definitivamente había perdido la noche anterior junto con la dignidad y el amor propio.
       Empezó a recordar fragmentos de una noche patética y vergonzosa. Se había cruzado con su ex y había hecho un ridículo espantoso. Una arcada le subió de la boca del estómago obligándola a correr hacia el cuarto de baño, ocupado por Pepa, su compañera de piso, que estaba dándose una de sus eternas duchas de agua hirviendo en ese momento. No había tiempo que perder, la smash burger de la que había disfrutado hacía unas horas estaba a punto de salirle por la boca y las fosas nasales, así que se lanzó a la cocina para vomitarla en el fregadero, dejándolo todo perdido de tropezones de hamburguesa remojados en vino barato.
       Pepa entró en la cocina en el momento en que ella estaba limpiándose los restos de vómito de la barbilla.
       —Tía, ¿acabas de vomitar en el fregadero?
       —Habría vomitado en el váter si no te dieses duchas de una hora.
       —Ahora será mi culpa que seas una cerda…
       —¿Cómo llegué ayer a casa?
       —Ni idea, pero me despertaste a las 5 de la mañana timbrando como una desquiciada. Debiste despertar a todo el edificio.
       —¿No entré con mis llaves?
       —No, al parecer las debiste perder en el taxi porque ayer no las encontrabas.
       —Joder, también perdí las llaves, menuda noche gloriosa.
       —¿Qué más perdiste?
       —Las ganas de vivir.
       —No seas dramas. ¿Qué pasó ayer?
       —No lo recuerdo todo, pero creo que es mejor así.
       A lo largo del día fue recordando más episodios de la noche anterior, y cada vez que recordaba algo nuevo, quería hundirse más en el sofá y terminar engullida en la oscuridad para no salir nunca más y no tener que enfrentarse a sus amigos, a los que seguro que había avergonzado. Pero sobre todo quería desaparecer al recordar el encuentro con Santi, su ex. Había llorado, le había suplicado que volviese con ella, que cambiaría lo que fuera para ser la mujer que él quería que fuese.
       —Había tocado fondo. Pensó en enviarle un whatsapp a Santi y pedirle perdón y que olvidara su último encuentro, pero recordó que había perdido el móvil. Mejor así, no podría seguir haciendo el ridículo.
       Haber perdido el móvil y la dignidad esa noche sería el punto de inflexión para darle un giro a su vida, hacer borrón y cuenta nueva, pasar página de la historia de amor con Santi.

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