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  • Relato 1:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Lo primero que le asustó fue la luz, a la que no estaba acostumbrado y que le resultó insoportable. Pero no fue lo único que le incomodó de aquella nueva realidad. Hacía frío, muchísimo frío. Notaba el aire helado en su delicada piel, lo que le hizo encogerse. Pero alguien le retenía con fuerza y no le dejaba pegar las rodillas al pecho, como le hubiese gustado. Se empeñaban en estirar su cuerpo en una superficie dura y aún más fría que el aire que le envolvía.
       Escuchaba voces desconocidas que venían de todas partes. Voces que mandaban mensajes apurados y que no comprendía a un volumen demasiado alto.
       El pánico se había apoderado de él. Hizo lo único que podía hacer: gritar. Gritó con todas sus fuerzas esperando que le devolvieran al que había sido su refugio los últimos meses, el lugar cálido y acogedor del que le habían arrancado con violencia hacía unos minutos.
       No entendía nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Sabía que había mucha gente observándole, tocándole, pero sentía una soledad inexplicable.
       Hasta que le tumbaron boca abajo y reconoció un olor agradable. Un olor que le había acompañado en su refugio. En ese momento fue consciente de que tenía mucha hambre, aunque no había sabido lo que era tener hambre hasta entonces. Un instinto lo empujaba hacia aquel olor. Fue reptando en aquella dirección como pudo, con sus piernas y brazos todavía entumecidos. Abrió la boca y se metió el pezón oscuro en la boca para succionar hasta que un líquido caliente y dulce le inundó la boca y le llenó de calma. Dejó de gritar y miró hacia arriba, con unos ojos aún incomodados por la luz y que todavía no distinguían gran cosa, pero la vió y la reconoció. Reconoció también aquella voz dulce que le había acompañado desde el principio y que le dijo «Hola cariño, soy tu mamá».

  • ²Relato 2:


    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Las paredes de la habitación eran blancas, frías, con una cenefa azul. El sonido, aún algo arrítmico, de su corazón se escuchaba dentro y fuera de su pecho, inundando el cuarto junto con las otras constantes vitales que regresaban. La silueta de su madre comenzaba a desempañarse. Un hormigueo le subía desde la punta de los dedos hasta los hombros, devolviéndole la movilidad de forma torpe y extraña. Su piel comenzaba a recibir de nuevo el tacto, junto con el resto de sus sensaciones corporales.
       Daniela volvía en sí.
       Su madre la recibió con una sonrisa nerviosa, intentando contener las lágrimas.
       —Cariño, ¡te has despertado! ¡Qué alegría! Por un momento pensé… pensamos que… Bueno, ya pasó. Lo importante es que estás de vuelta.
       —Mamá, no recuerdo bien. ¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
       —Te dio un infarto en la oficina y te golpeaste la cabeza al caer. Tu jefe te trajo. Has estado tres días en coma, incluso… —bajó la voz, temblorosa— te dieron por muerta. Es un milagro, hija mía. Pero ya está. Estás aquí. Todo está bien.
       Lo que su madre no sabía —ni ella misma aún— era que no. Nada volvería a estar bien. No para Daniela.
       Le dieron el alta dos días después. Querían mantenerla en observación por precaución. No todos los días alguien sufre un infarto, y menos antes de cumplir los cuarenta.
       Al regresar, la casa olía igual: el café por las mañanas, lavanda en las cortinas, el desinfectante de limón demasiado fuerte en el baño. Todo estaba en su sitio, como si alguien hubiera repetido una rutina precisa para esperarla. Y, sin embargo, a Daniela le costaba reconocerse en casa.
       Empezó a tener sueños recurrentes con un señor de pelo canoso, que portaba con elegancia una gabardina verde botella y sombrero a juego. Pasaba cerca de ella con un periódico bajo el brazo, que nunca leía, y le susurraba lo que iba a suceder segundos después: «el niño de la pelota se va a tropezar»; «la chica del vestido azul pedirá un helado de chocolate». Y así sucedía.
       Al despertar, Daniela trataba de anotar esas frases antes de olvidarlas, buscaba pistas o algún sentido a todo aquello. Sin éxito.
       Otras veces se despertaba sobresaltada, creyendo oír su nombre. En ocasiones, al mirarse al espejo, se sentía fuera de lugar, como si su reflejo tardara una fracción de segundo en seguir su movimiento.
       Se lo contaba a su amiga Laura, su confidente, quien parecía entenderla.
       —Todo esto debe ser parte del estrés postraumático. Pasará pronto, ya verás. Puedo acompañarte a buscar ayuda profesional.
       —Tal vez sea buena idea, lo pensaré.
       Esa misma tarde salió a caminar. El parque estaba lleno de niños jugando y el sol era agradable, y sin embargo había algo que no encajaba.
       Un hombre de espaldas, junto al estanque, le resultaba familiar. Llevaba un abrigo largo verde y sombrero a juego. Estaba sentado en un banco, junto a un periódico cerrado. No se movía. No hacía nada.
       Daniela fue aproximándose por un lateral; necesitaba ver su rostro. Buscó en el bolsillo derecho su móvil para hacerle una foto, pero tropezó, en cambio, con una nota escrita con su propia letra sobre papel de periódico. Decía: «Volverás. Esto también es real».
       Con el corazón en un puño, alzó la vista rápidamente, pero ya no había rastro del hombre ni del sombrero. Solo quedaba el periódico doblado, al que le faltaba un recorte.
       Se sentó en el banco y cerró los ojos. Respiró profundo.
       No necesitaba contar lo que había visto. No le creerían, pero eso ya no importaba. Porque desde aquel instante, simplemente lo sabía. Y aunque no pudiera explicarlo ni compartirlo con nadie, ella era certeza:
       No había vuelto igual.
       Había vuelto despierta.
       Abrió los ojos y supo que todo había cambiado.

     

  • Relato 3:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. El despertar se pegó a sus párpados como las sábanas empapadas de sudor se pegaban a sus nalgas trémulas. Observar a su víctima en silencio desde la habitación le puso la polla dura como no la había tenido en años.
       Se había quedado dormida forcejeando. El rímel y el pintalabios corridos le daban un aire de payaso triste y ajado. Estaba amordazada y atada a la silla. El salón apestaba a toda la cerveza que se había tragado mientras conversaba segura de sí misma. Niñata pretenciosa.
       Dos meses atrás, la electricidad de las miradas había despertado en él una voracidad dormida. Los veinte años de diferencia se convirtieron en un delicioso aliciente. Había conseguido que la idea de verse fuera del trabajo pareciera una iniciativa de la chica. Cervatilla confiada.
       Locuaz y divertida, ella deslumbra durante la cita en el garito de mala muerte. Su juventud impregna de un perfume dulzón su discurso de feminista convencida. Cerda hembrista.
       Él sabe cómo responder en silencio; oculta magistralmente la incomodidad de su fascinación por ella. Le estomagan los gestos ingenuos y confiados de la joven, la empatía que exuda. La piel tersa y el escote turgente le producen un ansia feroz.
       Primera cerveza. Risas nerviosas. Dos cervezas. Roces casuales. ¿Otra? Palabras vivas que se cuelan insinuantes entre los pliegues de la ropa. Voy a mear. Cuarta. ¿Quieres venir a casa?
       En el portal del edificio, impaciencia de bocas hábiles y cuerpos húmedos. Cuarto piso, el ojo sentencioso de la vieja tras la mirilla. Movimientos torpes de la llave en la cerradura y los ojos de la presa invitándole a entrar. Zorra lasciva.
       Una palpitación anticipatoria se apodera de todos y cada uno de sus miembros. Su obsesión por dominarla va mucho más allá de cualquier juego con el que la estúpida criatura haya podido fantasear. Quiere subyugar su luz, despojarla de toda dignidad.
       Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. El aire, viciado, le resultaba extraño a sus pulmones. Sus pies no recordaban los pasos de vuelta al apartamento la noche anterior. Le dolían las muñecas y despedía un olor agrio muy penetrante. Sentía su mirada depredadora atravesando el espacio que los separaba.
       La noche anterior, tras inmovilizarla y silenciarla con el pañuelo de seda, se desnudó y se metió en la cama como si nada. Mientras ella se debatía incrédula, él se pajeó con gestos mecánicos hasta correrse, liberando un suave jadeo. Puto psicópata.
       La tensión en la oficina le había resultado excitante desde el primer momento. Había dudado antes de aceptar la invitación; le pudieron las ganas y su predilección por las figuras paternas. Cabronazo embaucador.
       Comedido y misterioso, él escucha su verborrea nerviosa desde el otro lado de la mesa pegajosa. El interés con que la contempla consigue hacerla sentir especial.
       Ella disfraza todas sus inseguridades de insinuaciones ingeniosas. Le excitan las expresiones precisas y comedidas de cincuentón culto, la madurez cuidada de su físico. Solemne y carismático, con cada sutil roce de su mano, sus pezones se sublevan rebeldes bajo el sujetador.
       Andar titubeante: ha bebido más de lo que acostumbra. Antes de salir del retrete del bar, se dedica un guiño en el espejo. Cuando vuelve, le espera otra jarra llena de cerveza. ¿La última?
       En el ascensor, las expectativas le mojan las bragas. Otra vez, doña Emilia cotilleando al otro lado de la puerta.
       Nada más entrar al apartamento, él toma el control.
       —¡Súbete el vestido y siéntate!
       Busca inquisitivo entre sus piernas, y la lengua insistente en el clítoris consigue liberar el mar que la chica lleva dentro. Justo cuando el placer se hace casi insoportable, él aprovecha para atarla de pies y manos a la silla.
       Ella está tan cachonda que la sonora bofetada le cae encima como un jarro de agua fría.
       —¿Por qué?
       El tono angustiado se apaga con la mordaza.
       —Porque quiero. Porque puedo.

     

  • Relato 4:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. El silencio era total. Ni el tic-tac del viejo reloj de péndulo, ni el zumbido del refrigerador, ni siquiera el murmullo del viento entre las persianas. Solo el pulso sordo de su corazón, golpeando con una insistencia desconocida, le recordaba que aún estaba vivo.
       La habitación era la misma, pero algo en ella se había desplazado. Los cuadros seguían colgados en la pared, aunque la mujer del retrato parecía mirarlo con una expresión nueva, una mezcla de reproche y resignación. Se incorporó en la cama con lentitud, y el crujido del colchón sonó como una traición.
       Fue entonces cuando lo notó: la ausencia. No había olor a café, ni música saliendo de la radio, ni pasos en la cocina. El mundo entero, reducido a ese cuarto detenido en el tiempo.
       Bajó los pies al suelo. El parqué estaba helado. Caminó hasta la ventana y corrió la cortina. Afuera, la calle parecía congelada en una fotografía antigua. Los coches cubiertos de polvo. El columpio del parque, inmóvil. Un gato lo miraba desde el muro de enfrente, con los ojos clavados en los suyos.
       Volvió la vista al interior. El teléfono estaba descolgado. La pantalla del televisor titilaba en azul, sin señal. Se acercó al escritorio, donde aún quedaba el sobre abierto que ella había dejado. Lo releyó por quinta vez, aunque cada palabra ya estaba grabada como una cicatriz.
       «Me voy porque ya no queda nada por decir. Porque este lugar, esta vida, se han convertido en un museo de lo que fuimos. No me busques. No me sigas».
       Y, sin embargo, lo había hecho. Había buscado. En cada habitación vacía. En cada rincón del recuerdo. Y al fin había comprendido: no se trataba de encontrarla a ella, sino de encontrarse a sí mismo en la ruina que había dejado atrás.
       Abrió el armario. Eligió la gabardina gris, la que solía usar cuando llovía. Salió de la casa por última vez. El cielo, extrañamente limpio, lo recibió sin juicio ni consuelo. No sabía adónde iría. Solo que no podía quedarse.
       Cada paso era una renuncia. Cada esquina, una confesión. Y mientras la ciudad despertaba a su nuevo silencio, él comprendió que lo único que quedaba por hacer era caminar. Caminar hasta que el mundo, o su propio corazón, le dijera que era hora de detenerse.
       Porque había abierto los ojos. Y todo, absolutamente todo, había cambiado.

  • Relato 5:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Estaba oscuro y tibio a su alrededor, salvo por pequeñas chispas de luz flotando en el aire. Parpadeó, y las vio con mas claridad: lucecitas danzantes revoloteando. Levanto la mano, y lo logró con un gran esfuerzo. Pero no era mas su pequeña mano: ahora tenía dedos largos de los que brotaban destellos.
       Trató de hablar, pero solo emitió un gruñido; tenía la boca llena de tubos. Sintió que algo succionaba la saliva de su garganta. Entonces, lo sintió: un corazón familiar, desesperado corría hasta donde ella estaba. Era su madre. La reconoció por su energía y la vibración cálida, única de su alma.
       —¡Es un milagro! ¡Está despierta! —gritó su madre—. ¡Nana ha vuelto!
       Pero todo había cambiado.
       Sintio y escucho un torbellino de voces y luz. Cuando se aseguraron que respiraba por si misma la desconectaron. Su cuerpo en coma durante tanto tiempo, tenía que ganar fuerza y reprender a moverse. Caminar fue difícil, pero lo hizo. Los especialistas hablaban de «milagro inesperado ». Pero ella sabía la verdad: las luces que veía eran energía real. Flotando alrededor de las personas y los objetos.
       Y con cada día que pasaba, sentía más. Y su tercer ojo se abría lentamente.
       En algún momento durante el coma, Nana sintió una punzada le cruzó el pecho. Algo oscuro se había despertado. Y sabía que todo el dolor que sintía tenia un motivo: su misión.
       Empezó a reunir, organizar y a preparar a los llamados. Sabía, con certeza absoluta, a quién debía acercarse. Era como si pudiera leer sus corazones. Uno a uno, hombres, mujeres y adolescentes iban llegando, guiados por un llamado silencioso. Venían de cerca y de lejos, algunos caminando durante días, otros apareciendo de la nada. Y ella los recibía y reconocía y empezaba su preparación.
       Nana les enseñó lo que había aprendido en visiones, en sueños. Les mostró cómo sanar, cómo encontrar la luz y el poder dentro de su corazón. Y dentro de los objetos y moviendo la energía de todos los seres vivos y de la tierra. Les enseñó a limpiar su energía, a despertar su tercer ojo y a defenderse.
       Porque el enemigo también despertaba y se organizaba secretamente.
       En un remoto lugar secreto, sus enemigos también se preparaban. Energías oscuras, deformadas por la codicia, el odio, y las mentiras elucubrando a escondidas. No sabían que Nana podía verlos. No solo en sueños, sino también por sus sueños lucidos sabia cuales eran sus planes. Sentía su presencia, y sabía que la gran batalla se acercaba.
       Y no había retorno, debían seguir preparándose.
       Por eso Nana no descansaba. Sabía que antes de la lucha había que limpiar, preparar, fortalecer y entrenarlos en el uso de la potente enemiga de la vida y de las estrellas. Años de tristeza y guerras inútiles, corazones cerrados y adormecidos... todo eso debía disolverse. Tenía que recordarle a los llamados quiénes eran en verdad. Que dominarán la luz, el poder de la vida y de las estrellas.
       Una mañana, lo supo. El ataque estaba por comenzar.
       Abrió su tercer ojo, la brisa le trajo un murmullo desconocido, sordo y pesado, como un rugido contenido. Los enemigos se movían.
       Pero también sonaba una vibración musical desde lo alto, el universo respondía.
       Se levantó ágilmente y caminó entre los suyos y los fue despertando. Sus rostros aún somnolientos comenzaron a iluminarse. Había fuego y poder en sus ojos y ya eran miles los que estaban listos para la gran batalla.
       —Ya es hora —dijo Nana, con calma— prepárense.
       Y mientras se organizaban, algo comenzó a brillar en el cielo, las nubes se abrieron y una bola de luz inmensa descendió lentamente, se dividió en miles de esferas de poder pequeñas que rápidamente aumentaban su tamaño. La ayuda prometida llegaba en el momento justo, porque ellos ya podían manipular la luz , el poder de las estrellas del cielo y la fuerza vital de la tierra.
       El enemigo movilizaba una inmensa armada de drones, robots y billones de nanomáquinas , todas dirigidas por los enemigos desde lejos estaban a punto de atacarlos.
       Después de ese día el mundo cambiaria para siempre.

  • Relato 6:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Los tubos fluorescentes del techo sobre el fondo blanco impecable le cegaban, pero estimulaban la mente. Como un chispazo, la última noche desfiló ante sus ojos: los gritos en el coche, la lluvia, el frenazo y, por último, el impacto, brutal y sordo. Luego, silencio absoluto alrededor y latigazos de sangre en los témpanos. Había girado con mucho esfuerzo la cabeza hacia la derecha y había visto a su mujer inerte tras el volante, el cuello en una posición imposible. Había cerrado los ojos y perdido el conocimiento.
       Ahora Leo acababa de despertar. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero su barba indicaba que habían transcurrido varios días. La cabeza le dolía un poco, pero al moverse, todo el cuerpo le dolía mucho. Optó entonces por permanecer con los ojos cerrados, y limitarse a escuchar, mecido por el efecto de los medicamentos. Enfermeras y médicos se sucedían comentando por turnos el trágico accidente, la pena que les daba aquel viudo:
       —Pobre hombre, ¡quedarse solo a esta edad!
       Fue así como supo que su esposa había fallecido, que todo había cambiado. Las lágrimas que brotaban a borbotones le obligaron a abrir los ojos.
       Ante las miradas compungidas del personal, Leo sintió pena por las dos décadas que había desperdiciado junto a aquella detestable y desequilibrada mujer que odiaba el mundo, la gente y los animales por igual. Recordó los innumerables inconvenientes que ella veía en todo: la música era ruido, el aire libre provocaba alergias, los abrazos de familiares y amigos significaban contagios potenciales, y ni hablar de los besos, o del más mínimo contacto con cualquier mascota, focos de bacterias. Sin olvidar el arte, que le parecía ridículo, el cine solo basura y la programación de la tele, solo para imbéciles. Él nunca había logrado entender como un ser hipocondríaco tan amargado y antisocial podía convivir consigo mismo… ni cómo había logrado él mismo aguantar tantos años a su lado. Bueno, aunque los últimos dos… sí que lo sabía.
       Todo había empezado con la visita de su cuñado, hermano gemelo de su mujer. Tan antipático como ella, y sabiondo a más no poder. Consideraba que su «sabiduría» justificaba toda intromisión en la vida de los demás. Así, había ordenado a su hermana que obligara a su marido —él— a aumentar la póliza del seguro de vida, «pues estaba demostrado estadísticamente que ella enterraría a su marido, tenía que aprovechar para sacarle los duros ahora que estaba vivito y currando.»
       Leo había escuchado desde el sillón donde fingía dormir la siesta para minimizar el contacto con el odioso cuñado. Ni corto ni perezoso, había accedido con sonrisa incluida a la exigencia de su mujer, y había cotizado el doble de lo habitual durante dos años para inflar un poco el colchón.
       Y así como infló el colchón, rasgó el airbag    del lado del conductor… e inactivó el testigo luminoso del coche. Finalmente, insistió para que fuesen aquella noche a cenar fuera con su hermano, al restaurante que ella más detestaba, para indisponerla al máximo.
       La conocía como a la palma de su mano tras 20 años de matrimonio y sabía cómo provocarle hasta hacerle perder el control... Incluso el del coche.
       Su plan había sido un éxito. Leo sabía que sus comentarios ácidos y tajantes ante toda intervención durante la cena, y las críticas a su atuendo («un poco ajustado, el vestido, ¿no?»), su maquillaje («has exagerado, cariño») y hasta su forma de conducir… («¿acaso acabas de sacarte el carné?»), terminarían por sacarle de quicio. Y así fue. Regresando a casa, entre gritos, fueron a chocar con un árbol.
       Y por lo que había escuchado estos días en el hospital, ahora solo le quedaba llorar de alegría, esas lágrimas que todos tomaban por tristeza. Él jugaba el papel del viudo deprimido, mientras soñaba con las maravillosas posibilidades que le brindaba su nueva vida. Regresaría cuanto antes a casa, no sin antes recoger a Simba, el cachorro que había reservado con tanta ilusión y en perfecto secreto, con el que compartiría la cama y alegres caminatas campestres, y cenas rodeado de amigos, o delante de la tele, el resto de sus días.

  • Relato 7:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Los mantuvo cerrados los 90 minutos que el cohete se sacudía camino al silencio absoluto del espacio exterior. La perspectiva de la Tierra flotando en el espacio infinito es increíble. Eso lo comprobó Sussi, la chimpancé que enviamos de paseo. Sabíamos que Sussi pensaba que era increíble porque lo había dicho con señas, señas que previamente le habíamos enseñado. Un lenguaje muy simple.
       Cuando veía cosas que le causaban placer, simplemente juntaba sus manos y luego las abría mostrando las palmas reiteradas veces. Y cuando algo le parecía desagradable, mostraba el puño cerrado y luego desplegaba el dedo del medio.
       También le habíamos conectado muchos cables y tuberías a su cerebro para poder monitorear la actividad neuronal, que estallaba en colores y chispas mientras el cohete giraba a 10.000 km por hora alrededor del planeta Tierra, que, por cierto, es redondo según lo que Sussi nos dijo. Lo dijo con una seña que habíamos acordado previamente: consistía en juntar sus manos y luego formar un círculo si efectivamente veía la Tierra redonda, como un balón de fútbol. Si la Tierra era plana, le habíamos dicho que extendiera la palma de la mano y la colocara de manera horizontal. En efecto, Sussi, luego de enseñar que la Tierra desde su perspectiva era redonda, continuó con el gesto de cerrar el puño y elevar el dedo del medio. Ese fue el mensaje para los terraplanistas. Es lo que hay.
       Más tarde, Sussi se durmió. En realidad, nosotros, desde la base, oprimiendo un botón, podíamos aplicarle somníferos para que durmiera algunas horas. Sussi tuvo un sueño. Primero, que venían unos seres muy particulares y la abducían. Eran seres idénticos a los humanos —en efecto, eran humanos—. Soñó que la sacaban de la naturaleza y la metían en una nave extraterrestre idéntica al cohete en el que se encontraba, y la mandaban a la estratósfera. Estos seres no sabían distinguir el bien del mal; solo accionaban en función de creencias como la ciencia, la religión, el psicoanálisis, la política y otras teorías que no hacían causa a la moral. Sussi les preguntó qué pensaban de la justicia y todos se rieron.
       Todo empezó a vibrar extremadamente fuerte. Sussi abrió los ojos con miedo. El cohete estaba regresando a la Tierra. En el tablero hay un botón enorme, rojo, cubierto con una tapa transparente. En el botón está escrito EXIT, y es el botón que Sussi debe oprimir en caso de emergencia para ser eyectada del cohete. Antes de regresar a la Tierra, Sussi lo oprimió. Se le inflaron los ojos y le estalló el cerebro. Prefirió quedar flotando en el universo.
       Antes de salir de la cabina, miró a cámara, juntó los puños y elevó el dedo del medio con ambas manos.

  • Relato 8:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. No solo había cambiado el espacio físico en el que se encontraba, que ni siquiera acertaba a reconocer, pero que desde luego no era el cómodo barracón con litera en el que acostumbraba a pasar las noches desde hacía meses. Tampoco era el mismo olor a pies y a testosterona con el que despertaba cada mañana. El olor era a polvo y a tierra, la que le cubría el rostro y que apenas le dejaba ver. Los oídos le pitaban como si tuviera una decena de grillos en la cabeza. Pero tras el aturdimiento, la sensación dominante era la de un tremendo sinsentido.
       Se levantó, se sacudió el polvo como pudo y comprobó que no había daños mayores. En su cuerpo todo parecía estar en su sitio. No había sangre, nada le dolía especialmente. Cogió su fusil, instintivamente, pues ya casi se había convertido en una prolongación de su cuerpo, soldado y fusil todo en uno. Miró a su alrededor y empezó a caminar lentamente. Estaba solo y tenía razones de sobra para tener miedo por aquellas calles. Pero por alguna razón, caminaba con más desolación que temor, agarrando el fusil por la punta y arrastrándolo. Cualquier ataque le hubiera pillado desguarnecido en esas condiciones, pero no parecía importarle.
       No tardó en comprobar los efectos de la detonación que, si a él mismo solo le había dejado noqueado, había provocado estragos mucho mayores unos metros más lejos. El paisaje era apocalíptico. Uno está acostumbrado a ver edificios erigidos en su sitio, como si siempre hubieran estado ahí, como si hubieran brotado del pavimento ya formados, pero allí veía los esqueletos de cientos de construcciones, sorprendido de la cantidad de materiales y elementos diversos, no solo piedras y ladrillos, sino amasijos ingentes de hierros, vigas, cristales…
       Y por supuesto cadáveres, formas que muy poco antes habían sido humanas, y que ahora no eran más que un material inerte más. Pero lo peor no eran los muertos, eran los vivos. A medida que avanzaba, iba encontrando personas, polvorientas, apenas vestidas con harapos o lo que quedaba de sus ropas, sentadas en los escombros, impasibles, solo mirándole. Ni siquiera les importaba que aquel hombre llevara un fusil, que podía empuñar y acabar con sus vidas en un instante, aun sabiendo que ese hombre, como todos sus semejantes, había venido precisamente a eso. No, no les importaba. Ni siquiera trataban de huir, de esconderse, de atacarle con alguna piedra o con lo que tuvieran a mano. También el soldado hubiera podido tener el reflejo de protegerse y apuntar a aquellas personas, o dispararles directamente. Pero tampoco parecía importarle. Seguía caminando lentamente, sin rumbo, sin saber adónde ni por qué.
       Cuanto más avanzaba, más desolación iba encontrando, y más personas. Llegó a una esplanada más o menos despejada, algo que probablemente habría sido una plaza, un mercado, o cualquier lugar concurrido. Alrededor, escombros, humo, agua desperdigada, de fuentes, pozos, o de las cañerías de los edificios destruidos. Y gente, personas que retiraban escombros, que se ayudaban, que se consolaban, deteniéndose ante la presencia del soldado.
       Curiosamente, ambos parecían sorprendidos por la reacción de la otra parte. Los del lugar se preguntaban por qué aquel hombre no cogía su fusil y acababa con ellos. Y el soldado no alcanzaba a entender por qué aquella gente no trataba de aprovechar que estaba solo, pues aun armado nada podría hacer contra todos ellos.
       El soldado se detuvo en el centro de aquel lugar. Apenas le separaban unos metros de aquella gente. Algunos seguían observándole impasibles, unos con miradas vacías, otros indiferentes. Otros simplemente reanudaron sus tareas. El soldado dejó caer su fusil. Ya no era una amenaza, solo una presa vulnerable. Se quitó el casco y lo dejó caer también. Ahí, en el suelo, quedó su arma mortífera y su casco caqui con la estrella de David.
       Finalmente se dejó caer sobre sus rodillas, abatido. Suponía que no duraría mucho allí, pero no podía volver, no quería volver. Lo único que deseaba es no volver a formar parte de aquella barbarie.

  • Relato 9:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado, aunque esa mañana, como todas las demás, se despertó con su rutina de todos los días. Antes de que sonara el despertador, el cálido aliento de Benito pegado a su nariz y una amenazante baba a punto de caerle en toda la cara le avisaban de que era hora de levantarse y, más importante todavía, de desayunar.
       Sin embargo, aquella mañana todo era distinto y Benito, de algún modo, también lo supo.
       Normalmente Candela palpaba la mesilla para alcanzar el teléfono y cancelar la estridente alarma, antes siquiera de que sonara la primera nota, y no se demoraba en salir de la cama. Preparaba el desayuno de Benito y mientras este lo devoraba, ella se enfundaba un pantalón de chándal y una sudadera cualquiera. Cuando ambos estaban listos, bajaban a la calle y comenzaban su día juntos.
       Pero hoy no fue así.
       Candela se incorporó, sin salir de entre las sábanas, y permaneció inmóvil durante unos minutos, observando el mundo que la rodeaba y en especial a Benito, quién comprendió enseguida lo importante que era que él también estuviera quieto. Ella le escrudiñó con la mirada como verificando que todo lo que le habían contado de él era cierto: Ojos miel, melena dorada, trufa rosada, una belleza incalculable y, sobre todo, un hambre voraz, como indicaba esa babilla colgandera con la que Candela se había encontrado en más de una ocasión.
       Llevaban ya seis años compartiendo la vida y, a base de caricias y descripciones, Candela había podido hacerse una imagen mental de Benito bastante acertada, pero verle por primera vez le llenó los ojos de lágrimas. La alarma del teléfono sacó a Candela de su ensimismamiento y, aunque era un momento muy emotivo, la verdad es que Benito empezaba a impacientarse.
       Ya hacía, por lo menos, cinco minutos que tendría que haber desayunado y, si le preguntaras a él, empezaba a sentirse incluso un poquito débil y mareado. Además, desde su punto de vista, era una crueldad negarle el placer de ser el primero en mear el césped recién regado. Así que Candela por fin se levantó y siguió su rutina como siempre, encontrándose con Benito en la puerta del domicilio. Benito se quedó quieto esperando que ella le enganchara el arnés de trabajo, pero le puso otro distinto. Él no sabía leer, pero las letras de ese arnés eran distintas y el enganche también.
       Candela se arrodilló para ponerse a su altura y mirándole a los ojos le dijo que ya no tendría que trabajar más. Ahora podría distraerse con las mariposas, dejar que los niños le arrascaran detrás de las orejas en cualquier momento y jugar al pilla-pilla con los demás perros. Benito giraba la cabeza de lado a lado comprendiendo palabras sueltas de la retahíla que le estaba soltando. En definitiva, ya no tendría que estar atento a los obstáculos con los que Candela pudiera encontrarse porque el trasplante de córnea que la habían hecho hace casi un mes había sido un éxito, aún así, él lo seguiría haciendo.
       Aquella mañana Benito fue prejubilado y juntos empezaron una vida nueva.

  • Relato 10:

    Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. Solo había cerrado los ojos un instante mientras estaba tumbado al sol en la piscina, pero fue tiempo suficiente para que ella se moviese de su sitio y esa figura redondeada de su culo dejara de estar en medio de su ángulo de visión.
       Había cerrado los ojos con esa imagen perfecta, y al abrirlos unos niños correteaban por la piscina entre gritos y risas.
       Volvió a cerrar los ojos. Qué tranquilo estaba debajo de aquel árbol, podía notar como se movían las hojas y cómo su cara se bañaba de luz cuando soplaba algo de viento.
       Ahora había llegado su marido, por eso ella se había movido, ignorando que rompía un momento perfecto. ¿Cómo un hombre tan gordo podía estar con semejante belleza? Tengo que reconocer que era un hombre simpático y atento, pero con cero atractivo. En una ocasión me había devuelto las llaves de la piscina, que yo había dejado olvidada en el césped. Se lo agradezco, sí, gracias, muchas gracias, pero no compensaba lo de hoy, cómo había fastidiado mi momento culo.
       Por ahí viene Paloma. Que tía más pesada, con su voz dulce pero de pito y sus diminutivos: agustito, solecito, fresquita... No la soporto. Voy a volver a cerrar los ojos a ver si vuelve a cambiar todo.
       Pues sí, ella ha vuelto, suave morena. Ahora se ha tumbado boca arriba, decúbito supino en términos profesionales, y está supinamente atractiva. Creo que el bañador es del Schein, pero le queda sensacional; tiene un volante superior que le confiere gracia y simpatía.
       Nunca he hablado con ella, y eso que es super asequible, siempre con una sonrisa. ¿Pero y si su voz es aguda, o algo peor, y si es pesada, de esas personas que te cuentan cosas aburridas con todo lujo de detalles? ¡Noooo! ¡Eso no!
       Cerrar los ojos y esperar que al abrirlos todo haya cambiado, es algo que hacía de pequeño para huir de situaciones desagradables: un plato de comida, una regañina… A saber cuántas cosas han cambiado después de tener un rato los ojos cerrados.
       Tenía una amiga que cerraba los ojos para cruzar la calle. Le daban tanto miedo los coches que prefería no verlos. Pobrecita. No sé si sigue bien. La última vez que la vi la recuerdo subida a una roca en la playa, esperando a que alguien la rescatara, no sabía nadar, y en esa ocasión también cerró los ojos, pero el miedo nunca le impidió hacer nada, era cuestión de cerrar los ojos.
       Ya me he cansado. En la piscina no se está mal, pero empiezo a tener hambre y ni mi interesante libro consigue hacerme olvidar lo frustrado que me siento. Este Aladino visual que me he inventado no consigue saciarme del todo. Quizás deba abrir los ojos de una vez por todas y cambiar algo de mi vida, tipo voy a conocer a alguien y a dejar en paz las nalgas de mi vecina, que como fantasía está bien, pero como realidad es un poco insustancial.

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