Relato 8:
Abrió los ojos y supo que todo había cambiado. No solo había cambiado el espacio físico en el que se encontraba, que ni siquiera acertaba a reconocer, pero que desde luego no era el cómodo barracón con litera en el que acostumbraba a pasar las noches desde hacía meses. Tampoco era el mismo olor a pies y a testosterona con el que despertaba cada mañana. El olor era a polvo y a tierra, la que le cubría el rostro y que apenas le dejaba ver. Los oídos le pitaban como si tuviera una decena de grillos en la cabeza. Pero tras el aturdimiento, la sensación dominante era la de un tremendo sinsentido.
Se levantó, se sacudió el polvo como pudo y comprobó que no había daños mayores. En su cuerpo todo parecía estar en su sitio. No había sangre, nada le dolía especialmente. Cogió su fusil, instintivamente, pues ya casi se había convertido en una prolongación de su cuerpo, soldado y fusil todo en uno. Miró a su alrededor y empezó a caminar lentamente. Estaba solo y tenía razones de sobra para tener miedo por aquellas calles. Pero por alguna razón, caminaba con más desolación que temor, agarrando el fusil por la punta y arrastrándolo. Cualquier ataque le hubiera pillado desguarnecido en esas condiciones, pero no parecía importarle.
No tardó en comprobar los efectos de la detonación que, si a él mismo solo le había dejado noqueado, había provocado estragos mucho mayores unos metros más lejos. El paisaje era apocalíptico. Uno está acostumbrado a ver edificios erigidos en su sitio, como si siempre hubieran estado ahí, como si hubieran brotado del pavimento ya formados, pero allí veía los esqueletos de cientos de construcciones, sorprendido de la cantidad de materiales y elementos diversos, no solo piedras y ladrillos, sino amasijos ingentes de hierros, vigas, cristales…
Y por supuesto cadáveres, formas que muy poco antes habían sido humanas, y que ahora no eran más que un material inerte más. Pero lo peor no eran los muertos, eran los vivos. A medida que avanzaba, iba encontrando personas, polvorientas, apenas vestidas con harapos o lo que quedaba de sus ropas, sentadas en los escombros, impasibles, solo mirándole. Ni siquiera les importaba que aquel hombre llevara un fusil, que podía empuñar y acabar con sus vidas en un instante, aun sabiendo que ese hombre, como todos sus semejantes, había venido precisamente a eso. No, no les importaba. Ni siquiera trataban de huir, de esconderse, de atacarle con alguna piedra o con lo que tuvieran a mano. También el soldado hubiera podido tener el reflejo de protegerse y apuntar a aquellas personas, o dispararles directamente. Pero tampoco parecía importarle. Seguía caminando lentamente, sin rumbo, sin saber adónde ni por qué.
Cuanto más avanzaba, más desolación iba encontrando, y más personas. Llegó a una esplanada más o menos despejada, algo que probablemente habría sido una plaza, un mercado, o cualquier lugar concurrido. Alrededor, escombros, humo, agua desperdigada, de fuentes, pozos, o de las cañerías de los edificios destruidos. Y gente, personas que retiraban escombros, que se ayudaban, que se consolaban, deteniéndose ante la presencia del soldado.
Curiosamente, ambos parecían sorprendidos por la reacción de la otra parte. Los del lugar se preguntaban por qué aquel hombre no cogía su fusil y acababa con ellos. Y el soldado no alcanzaba a entender por qué aquella gente no trataba de aprovechar que estaba solo, pues aun armado nada podría hacer contra todos ellos.
El soldado se detuvo en el centro de aquel lugar. Apenas le separaban unos metros de aquella gente. Algunos seguían observándole impasibles, unos con miradas vacías, otros indiferentes. Otros simplemente reanudaron sus tareas. El soldado dejó caer su fusil. Ya no era una amenaza, solo una presa vulnerable. Se quitó el casco y lo dejó caer también. Ahí, en el suelo, quedó su arma mortífera y su casco caqui con la estrella de David.
Finalmente se dejó caer sobre sus rodillas, abatido. Suponía que no duraría mucho allí, pero no podía volver, no quería volver. Lo único que deseaba es no volver a formar parte de aquella barbarie.